Sequía diplomática. Placeres culposos
Trump lo volvió a hacer. Tomó un tema delicado, con implicaciones binacionales, y lo transformó en munición política. Esta vez fue el agua. Como en otras ocasiones, el presidente decidió ondear la bandera texana no con argumentos técnicos, sino con exigencias. México debe agua, y si no entrega, habrá consecuencias. En otras palabras, más aranceles, más presión, más condicionamientos bajo sus términos. Porque para Trump, los tratados no son acuerdos entre iguales, sino contratos de subordinación. Y en esta narrativa de confrontación, el agua del Río Bravo se ha convertido en un nuevo rehén electoral.
La semana pasada, desde un mitin en Laredo, Trump rescató el Tratado de Aguas de 1944 como estandarte de campaña. Afirmó que México está incumpliendo y que eso no es aceptable. Omitió detalles esenciales, como que el ciclo actual del tratado concluye el 24 de octubre. Omitió que el propio texto establece que, si las presas internacionales —La Amistad y Falcón— se llenan antes de esa fecha, el adeudo se extingue y el ciclo se cierra en equilibrio. Omitió también que estamos a semanas del inicio de la temporada de huracanes, que podría modificar de forma radical el balance hídrico. Pero eso es lo de menos. Lo importante era otra cosa: recuperar la narrativa, agitar el miedo, imponer la lógica unilateral de siempre.
El Tratado de 1944, para quien no lo tenga presente, es uno de los acuerdos binacionales más estables y exitosos del continente. Establece que México debe entregar a Estados Unidos un promedio de 2,185 millones de metros cúbicos de agua del Río Bravo cada cinco años, a cambio de recibir de manera anual 1,850 millones del Río Colorado. Hoy, el volumen entregado está por debajo del umbral esperado, y el déficit se estima en poco más de 1,200 millones. Pero el ciclo no ha terminado. Técnicamente no hay violación del acuerdo. Políticamente, en cambio, el agua ya se transformó en campo de batalla.
En medio de este ruido, entre cifras contradictorias, mensajes ambiguos y posturas revueltas, fue reconfortante encontrar una voz con claridad. El secretario de Recursos Hidráulicos de Tamaulipas, Raúl Quiroga, explicó sin rodeos lo que muchos debieron haber dicho antes. Que el ciclo actual cierra el 24 de octubre. Que si las presas se llenan antes de esa fecha, la deuda se borra, lo cual es probable en la temporada de lluvias. Que México está haciendo esfuerzos reales para reducir el déficit. Y que se están tomando acciones estructurales con visión de largo plazo. Es decir, dijo la verdad. Con serenidad. Con técnica. Con responsabilidad.
Porque el verdadero problema no es entregar el agua. Es generar las condiciones para que siempre podamos hacerlo sin sacrificar nuestro desarrollo. Por eso fue tan significativo que la presidenta Claudia Sheinbaum anunciara medidas de fondo: la tecnificación del riego y el ordenamiento de las concesiones. Dos acciones que abordan la raíz del problema. El campo mexicano consume cerca del 77% del agua disponible, y buena parte de ese consumo se desperdicia por sistemas ineficientes. Tecnificar implica usar cientos de millones de metros cúbicos menos. Ordenar las concesiones implica que quienes extraen, lo hagan dentro de los límites de la legalidad y de la sustentabilidad. Ambas medidas conducen, por fin, a una visión de Estado. Una visión que nunca debió faltar.
Y sin embargo, este conflicto binacional es apenas la expresión más visible de un desastre mucho más profundo. Porque el verdadero reto está adentro. En el Valle de México, donde el agua per cápita ha descendido a 139 metros cúbicos al año, muy por debajo del umbral crítico global. En el sistema Cutzamala, que se encuentra en su punto más bajo en décadas. En los acuíferos del norte y del Bajío, contaminados con arsénico, flúor y pesticidas. En las fugas que cada día se tragan el 40% del agua que transportamos. En las plantas de tratamiento abandonadas, en la política fragmentada, en la indiferencia institucionalizada.
Mientras otros países reinventan sus sistemas hídricos, México sigue pidiendo milagros. Singapur, sin una sola fuente natural, recicla más del 40% de sus aguas residuales y se prepara para alcanzar el 55% en menos de tres décadas. Israel, en pleno desierto, produce cinco veces más alimentos por metro cúbico de agua que nuestro país, gracias a tecnologías de precisión y una política hídrica de largo plazo. Sudáfrica evitó el colapso en Ciudad del Cabo con una combinación de medidas drásticas, captación de lluvia y conciencia social. Aquí, instalamos apenas 30 mil sistemas de captación en zonas como Iztapalapa, cuando el potencial rebasa el millón. Seguimos mirando al cielo, rogando por lluvias, como si Tláloc funcionario federal.
El Banco Mundial estima que evitar un colapso costaría alrededor de 49 mil millones de dólares en una década. Apenas el 0.3% del PIB anual. Una cifra perfectamente alcanzable si se compara con subsidios a combustibles, con fugas presupuestales o con pérdidas estructurales por corrupción. El problema no es financiero. Es político. Es cultural. Es filosófico. Creemos que el agua pertenece a todos, pero permitimos que la administren unos pocos. La tratamos como un derecho, pero la usamos como si fuera desecho. La pedimos limpia, pero contaminamos cada cuerpo de agua que tocamos. La queremos disponible, pero la usamos como si fuera infinita.
Trump puede gritar, puede amenazar, puede imponer tarifas. Pero México no puede ceder ante el ruido. Tiene que hacer algo más profundo. Tiene que replantear su modelo de desarrollo, su relación con el campo, su sistema de concesiones, su infraestructura hídrica y su cultura social. Tiene que entender que el agua no es solo un recurso: es el alma líquida del país.
Porque al final, el agua no se defiende con discursos, se defiende con decisiones. Se defiende con infraestructura, con inteligencia, con inversión, con justicia. Se defiende con una política pública que trascienda gobiernos. Porque el agua tiene memoria. Y si la seguimos olvidando, simplemente dejará de venir. No como castigo, sino como consecuencia. Y entonces, ya no será Trump. Seremos nosotros. Jugando con sed. Jugando con fuego.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA o las nuevas amenzas de Trump lo permiten.
Placeres culposos: Vuelve uno de los autores más entretenidos, Joël Dicker con La muy catastrófica visita al zoo.
Rocíos de sol para Greis y Alo.
David Vallejo
Politólogo y consultor político especialista en temas de gobernanza, comunicación política, campañas electorales, administración pública y manejo de crisis. Cuenta con posgrados en Estados Unidos, México y España.
Además esposo amoroso, padre orgulloso, bibliófilo, melómano, chocoadicto y quesodependiente.
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