La democracia como anomalía
Hay una intuición que incomoda: Que la democracia representativa, esa maquinaria envejecida de votos, promesas, pactos rotos y simulacros de participación, lamentablemente ha dejado de ser un mecanismo de transformación social para convertirse en un sistema de administración inercial. Una burocracia del consenso sin dirección, sin innovación, sin poesía. Una obra agotada, interpretada por actores que ya no creen en su propio guion. La modernidad prometía que el pueblo se autogobernaría, que el progreso surgiría de las urnas, que la libertad y la razón podrían coexistir en las asambleas. Pero el tiempo se ha encargado de mostrar que la democracia, en su versión contemporánea, en ocasiones por la falta de capacidad de los gobernantes o por motivos de corrupción, deviene en una criatura sin épica ni alma.
Mientras tanto, en los márgenes del pensamiento político, lejos de los partidos y sus ritos vacíos, un grupo de tecnólogos, filósofos libertarios y empresarios visionarios se hacen preguntas que rozan la herejía: ¿y si el futuro no está en la política, sino en el diseño? ¿y si la nueva polis no debe nacer del sufragio sino del emprendimiento? ¿y si la democracia es un sistema transitorio, una fase, una anomalía? En esa zona donde la filosofía se cruza con el capital, con la matemática y con el código, han comenzado a surgir proyectos tan ambiciosos como perturbadores: ciudades privadas, fundadas desde cero, construidas no por políticos, sino por arquitectos del futuro. Autonomías diseñadas como sistemas operativos, territorios regidos por contratos inteligentes en lugar de constituciones, espacios que ya no se organizan por tradición o ideología, sino por incentivos.
Marc Lore, uno de los hombres que transformó el comercio digital en Estados Unidos, sueña con una ciudad que mezcle el urbanismo escandinavo con el republicanismo de Jefferson, pero sin políticos y sin partidos. Telosa, la llama. Una utopía de cinco millones de personas donde el suelo pertenece a un fondo comunitario y donde los ciudadanos se enriquecen no por poseer la tierra, sino por desarrollarla colectivamente. Es una idea profundamente inspirada en el Georgism de Henry George, aquel economista del siglo XIX que sostenía que la tierra no debe ser propiedad privada, sino un bien compartido, y que el valor que adquiere debe distribuirse equitativamente. Lore, formado en Wall Street pero seducido por el idealismo utópico, quiere reemplazar el lucro especulativo por un modelo de equidad radical. En Telosa no habría alcaldes que prometen y fallan, sino algoritmos de participación directa. No habría campañas, sino contratos de desempeño. No habría pobreza, dice Lore, porque el sistema estaría construido para evitarla desde su origen. Pero el sueño, como todos los sueños, necesita territorio. Y el territorio, como todos los territorios, tiene dueño. Hasta ahora, Telosa no tiene ubicación definitiva. Nadie quiere ceder soberanía tan fácilmente.
Patri Friedman, nieto del célebre Milton, no quiere fundar una ciudad, quiere fundar muchas. Su visión, financiada por el enigmático Peter Thiel, parte de una tesis brutal: los gobiernos son monopolios territoriales, y como todo monopolio, carecen de incentivos para innovar. Su empresa, Pronomos Capital, invierte en charter cities: zonas dentro de Estados que cedan cierto nivel de autonomía a una nueva entidad administrativa, con sus propias reglas y formas de gobierno. Friedman imagina un mundo donde las ciudades compiten entre sí como lo hacen las startups, donde los ciudadanos pueden “votar con los pies” y elegir el régimen que mejor se adapte a sus valores. Su inspiración proviene tanto de Hayek como de la teoría de la elección racional: las personas buscan maximizar beneficios, y si se les ofrecen opciones claras, elegirán con inteligencia. En Honduras, las ZEDEs (Zonas de Empleo y Desarrollo Económico) intentaron aplicar este modelo, con resultados contradictorios. La falta de claridad legal, la presión social y el choque con las instituciones tradicionales demostraron que el Estado, incluso cuando está dispuesto a experimentar, no renuncia fácilmente al control.
Más radical aún es la propuesta del movimiento seasteading, en el que Peter Thiel también tiene intereses. Se trata de construir ciudades flotantes en aguas internacionales, lejos de cualquier jurisdicción nacional. Blue Frontier, una de las iniciativas más conocidas, propone literalmente abandonar la tierra para fundar una nueva civilización en el mar. No es un chiste. Es el intento de crear soberanía a través de la ingeniería, fundar un nuevo contrato social sin historia, sin tradición, sin las ataduras del Estado-nación. Aquí la filosofía se vuelve física. Aquí la utopía necesita acero, energía solar y desalinizadoras. Estas ciudades estarían gobernadas por principios explícitos, definidos desde el inicio y conocidos por todos. Las reglas no se impondrían, se aceptarían voluntariamente. La ciudad sería un club al que uno se une sabiendo las condiciones. Un pacto social real, no uno tácito y heredado.
En otro rincón del espectro ideológico, la Praxis Society plantea una ciudad inspirada en los valores clásicos, donde la belleza, la productividad y la excelencia sean las virtudes fundantes. Su estética recuerda a Roma y Atenas, pero su infraestructura se diseña en Silicon Valley. Rechazan el igualitarismo como dogma y proponen una comunidad donde la jerarquía no sea una injusticia, sino un reflejo del mérito. Praxis no pretende ser una democracia, sino una república aristocrática de emprendedores, filósofos y constructores. Sus miembros se seleccionan por afinidad cultural, por talento, por alineación con la visión. Han recaudado millones en cripto, han construido comunidad digital y están buscando terreno fértil donde convertir el ideal en cemento. Lo que proponen es inquietante: una ciudad como comunidad cerrada, donde no todos son bienvenidos, pero todos los que entran conocen las reglas del juego. Una visión excluyente, sí, pero también coherente, despiadadamente honesta.
En todas estas propuestas esta como núcleo el intento de recuperar el control sobre las condiciones de vida. El deseo de escapar de la burocracia, del paternalismo estatal, del juego político amañado. Y también, hay que decirlo, una peligrosa tentación: la de sustituir la política por la administración, la deliberación por el algoritmo, la diferencia por la eficiencia. No hay utopía sin riesgos. Pero tampoco hay progreso sin herejías.
Y sin embargo, en medio de esa seducción tecnopolítica por diseñar lo perfecto, asoma una pregunta que no se puede eludir: ¿qué ocurrirá con los que queden fuera? Porque cada burbuja, por más brillante que parezca, define sus bordes excluyendo a otros. La meritocracia suele olvidar que el talento no nace del vacío, sino de contextos, oportunidades, redes invisibles. El algoritmo puede optimizar, pero no redimir. ¿Dónde quedarán los huérfanos del sistema, los excluidos de las ciudades-contracto, los millones sin acceso a una membresía al futuro? Si se disuelve la política, ¿qué mecanismo quedará para representar a los invisibles? La promesa de diseñar comunidades óptimas no puede ser indiferente al abismo que crece entre quienes tienen el poder de diseñar su entorno y quienes apenas sobreviven en lo que queda de los viejos Estados. La justicia no puede quedar relegada a una variable de entrada.
¿Qué significa todo esto para un casi cualquier país latinoamericano? Significa que en medio de la parálisis institucional, del centralismo ciego, de la corrupción sistémica y del desprecio por la innovación, existe una ventana: construir algo radicalmente nuevo. No en lugar del Estado, pero sí al margen de él. No en oposición a la democracia, pero sí como alternativa viable para quienes han dejado de creer en las promesas vacías. Por ejemplo, en México en zonas como Baja California Sur, Tamaulipas o incluso en regiones semiabandonadas de Guerrero o Oaxaca, podría iniciarse un experimento regulatorio de nueva generación. Con un marco jurídico diseñado con inteligencia, con incentivos para el capital y para el talento, con participación ciudadana basada en tecnología y contratos verificables, México podría albergar la primera ciudad verdaderamente posdemocrática del siglo XXI. Pero ese experimento deberá, desde su origen, contemplar un principio: no dejar a nadie atrás. Porque no hay innovación verdadera si no se traduce también en compasión, si no se construye un puente —y no un muro— hacia quienes viven fuera de la utopía.
La pregunta ya no es si estas ciudades son posibles. La verdadera pregunta es si estamos preparados para habitar un mundo donde la política ya no se parece a la que conocimos. Porque el futuro —como siempre— no se vota. Se diseña. Pero también se comparte. O deja de ser futuro.
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David Vallejo
Politólogo y consultor político especialista en temas de gobernanza, comunicación política, campañas electorales, administración pública y manejo de crisis. Cuenta con posgrados en Estados Unidos, México y España.
Además esposo amoroso, padre orgulloso, bibliófilo, melómano, chocoadicto y quesodependiente.
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