The Beatles vs Led Zeppelin. ¿Que define el éxito?
Este fin de semana, Dream Theater lanza un nuevo álbum. Para cualquiera que haya seguido su carrera, el evento es más que un simple estreno: es la confirmación de que el virtuosismo sigue vivo en un mundo que cada vez lo valora menos. John Petrucci es, sin discusión, uno de los guitarristas más impresionantes de la historia, con una precisión milimétrica que parece desafiar las limitaciones humanas. Jordan Rudess convierte el teclado en un instrumento de otro mundo, fusionando técnica y creatividad como pocos lo han hecho. Mike Mangini, un titán de la batería, ha llevado la polirritmia a un nivel que raya en lo sobrehumano. John Myung, con su bajo de seis cuerdas, es un pilar de la banda, tan silencioso como fundamental. Son músicos que operan en una dimensión distinta, donde la complejidad no es un obstáculo, sino una forma de arte.
Y sin embargo, a pesar de su excelencia, nunca han sido una banda de masas. Han construido un legado innegable, pero nunca han llenado estadios como Metallica, nunca han tenido un impacto cultural como los Beatles, ni han definido una era como Nirvana. Su música desafía, no seduce. Exige atención, no simple consumo. Y esa realidad, lejos de ser una anomalía, es una constante en la historia del arte.
Si el éxito fuera cuestión de habilidad técnica, Dream Theater debería ser una de las bandas más grandes de la historia. Si la genialidad bastara para garantizar la trascendencia, la posteridad debería haber recordado a Nikola Tesla más que a Thomas Edison. Y si la perfección fuera la clave de la inmortalidad artística, los autores más prolijos y obsesivos serían más leídos que los que apenas publicaron un puñado de obras. Pero la realidad nos escupe otra historia: el éxito rara vez es el destino natural del virtuosismo.
Led Zeppelin tenía el paquete completo, pero jamás alcanzó la universalidad de los Beatles. Paganini, el violinista diabólico, llevó la ejecución de su instrumento a una dimensión inalcanzable, pero nunca tuvo la relevancia emocional de Chopin. Es una constante: la maestría técnica, por sí sola, no equivale a trascendencia.
¿Por qué? Porque el mundo no premia a los mejores. El mundo premia a quienes resuenan con él, a quienes lo interpretan en un nivel que no es técnico, sino emocional, simbólico, narrativo. La gente no recuerda las mejores notas, recuerda las que le sacudieron el alma.
La sociedad ha construido una trampa conceptual alrededor del éxito. Se nos dice que el trabajo duro y la excelencia técnica llevan inevitablemente al reconocimiento. Pero eso es una falacia. Hay escritores brillantes que murieron en la pobreza y mediocres que vendieron millones. Hay pintores que en vida fueron considerados fracasados (Van Gogh, Modigliani) y creadores de arte industrial que se hicieron ricos.
En el cine, Orson Welles creó Ciudadano Kane, la que muchos consideran la mejor película jamás hecha, y murió arruinado y olvidado en la industria. Mientras tanto, películas formuladas para el entretenimiento rápido generan miles de millones sin haber creado nada realmente innovador. Stanley Kubrick se obsesionaba con cada plano hasta niveles patológicos, pero murió viendo cómo películas convencionales de los 90 se llevaban la taquilla.
¿Por qué? Porque el éxito raramente premia la excelencia pura. Premia la combinación de mensaje, tiempo y audiencia. Es por eso que Breaking Bad es un fenómeno, pero The Wire, aunque objetivamente mejor escrita y más profunda, nunca tuvo el mismo impacto cultural. Es la razón por la que Borges, probablemente el escritor más influyente del siglo XX, nunca ganó el Nobel de Literatura, mientras que escritores menores sí lo obtuvieron.
El perfeccionismo es un camino sin salida en la ecuación del éxito masivo. Porque la perfección, paradójicamente, a menudo carece de una cualidad crucial: la imperfección humana que nos hace conectar.
Lo que define al arte inmortal no es la perfección técnica, sino su capacidad de capturar el espíritu humano. Por eso Nirvana, con acordes básicos y voces crudas, cambió la música más que cientos de bandas virtuosas. Por eso Tarantino, con diálogos imperfectos y violencia estilizada, se convirtió en un ícono, mientras cineastas más refinados luchan por encontrar audiencia.
Existe un concepto en estética japonesa llamado wabi-sabi, que valora lo imperfecto, lo incompleto, lo efímero. Es la grieta en la cerámica la que la hace única, el error en una pincelada lo que la hace irrepetible. Algo similar ocurre en el arte: no buscamos la ejecución perfecta, sino la emoción perfecta. Y a menudo, la emoción perfecta nace de la imperfección.
Si observamos la historia del rock, los músicos que más cambiaron el mundo no fueron necesariamente los más talentosos: John Lennon apenas sabía leer música y su técnica de guitarra era básica. Bob Dylan nunca tuvo una gran voz. Kurt Cobain tocaba con distorsión para ocultar su falta de técnica. Y, sin embargo, todos ellos dejaron una huella más profunda que músicos infinitamente superiores en ejecución.
Lo mismo ocurre en la literatura: Hemingway, con su prosa brutalmente sencilla, tuvo más impacto que miles de escritores con estructuras más complejas. Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad con una narrativa llena de repeticiones, de frases interminables, y sin embargo, su obra es inmortal.
Esta pregunta es más peligrosa de lo que parece. Porque depende de la respuesta que elijamos, determinamos la dirección de nuestras vidas.
Si éxito es reconocimiento, entonces el mundo está lleno de grandes fracasados que murieron sin ver la gloria. Si éxito es perfección, entonces muchos de los más grandes nunca lo alcanzaron. Si éxito es hacer historia, entonces hay quienes lo lograron sin quererlo.
La respuesta que más se acerca a una verdad profunda es que el éxito es simplemente superar tu propia sombra todos los días. Y eso es algo que ni el aplauso ni los números pueden medir.
¿Quién es más exitoso? ¿Un artista con millones de seguidores que no siente orgullo por su trabajo, o uno con una pequeña audiencia que cada día se empuja a sí mismo a ser mejor? Si la respuesta es la primera opción, entonces la música de fórmula y los libros de autoayuda superficial son el pináculo del éxito. Si la respuesta es la segunda, entonces la historia está llena de gigantes silenciosos.
Hay algo aún más perturbador: el éxito no siempre es lo que creemos que queremos. Hay personas que alcanzaron el reconocimiento absoluto y se dieron cuenta demasiado tarde de que ese no era el éxito que buscaban. Hay virtuosos que murieron frustrados porque nunca encontraron la fórmula para la conexión.
Entonces, ¿qué es realmente el éxito?
No es el virtuosismo. No es la fama. No es la técnica impecable. No es el aplauso de las masas.
Quizás sea hacer lo que amas de la manera más auténtica posible, aunque nadie lo entienda. Tal vez el éxito es, como decía David Bowie, nunca volverte repetitivo ni cómodo, sino desafiarte siempre a pisar aguas desconocidas.
Porque, al final, la música de Dream Theater seguirá desafiando mentes, aunque no llene grandes estadios. Kafka seguirá atormentando almas, aunque en vida nadie lo leyera. Van Gogh seguirá tocando el alma de millones, aunque haya muerto en la pobreza.
Y el mundo seguirá sin entender que la grandeza no siempre es sinónimo de popularidad. No se trata de gustos ni de decir qué es mejor o peor, sino en invitarlos a la reflexión que como madres o padres, más que obsesionarnos con que nuestros hijas o hijos sean perfectos, deberíamos impulsarlos a que amen lo que hacen, que disfruten el camino y que se superen continuamente, no por la presión de alcanzar un estándar inalcanzable, sino por el placer de descubrir hasta dónde pueden llegar. Porque, al final, no es la ejecución impecable lo que deja huella, sino la pasión con la que se vive cada nota, cada palabra, cada esfuerzo.
¿Voy bien o me regreso? Nos leemos pronto si la IA y el colesterol que se dispara con la botana para el superbowl lo permite.
Placeres culposos: El superbowl; en el cine el brutalista (cuyo término se refiere a un estilo arquitectónico); y las nuevas producciones discográficas de Dream Theater, Marko Hietala, Alexandre Desplat, Federico Albanese y Ludovico Einaudi.
Playlist de canciones de grupos virtuosos de rock no tan populares: Dream Theater, The Dance of Eternity; Rush, La Villa Strangiato; King Crimson, Fracture; Yes, Close to the Edge; Frank Zappa and The Mothers of Invention, Inca Roads; Tool, Lateralus; The Mahavishnu Orchestra, Birds of Fire; Liquid Tension Experiment, Paradigm Shift; Emerson, Lake & Palmer, Tarkus; Opeth, Ghost of Perdition; The Aristocrats, Culture Clash; Queen, The Prophet’s Song; Animals as Leaders, CAFO; Steve Vai Band, For the Love of God; Symphony X, The Odyssey; y, Plini, Electric Sunrise.
Orquidias para Greis y Alo
David Vallejo
Politólogo y consultor político especialista en temas de gobernanza, comunicación política, campañas electorales, administración pública y manejo de crisis. Cuenta con posgrados en Estados Unidos, México y España.
Además esposo amoroso, padre orgulloso, bibliófilo, melómano, chocoadicto y quesodependiente.
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