La primera vez
Cuando tomé la decisión de andar en el mundo conociendo lo que de alguna manera me estaba prohibido de más joven, lo hice pensando en mí, no en otras personas; de no haberlas afectado me hubiera hecho sentir que había triunfado por mi decisión, pero no fue así. Por lo tanto, ofrezco mil disculpas por mis actos.
Al cumplir mis dieciocho años de edad, me sentí libre de hacer lo que me viniera en gana, porque desde un par de años antes, había escuchado a mis padres decir que siendo uno mayor de edad podía uno hacer “cosas”, sin que tengamos que pedir permiso para ello.
¿Qué cosas se supone que debe uno hacer o no hacer a los dieciocho? Recuerdo que para celebrar mi mayoría de edad pasé por un depósito de cerveza, ahí pedí una cerveza de bote. Le comenté al empleado del negocio que si podía tomarme el bote ahí mismo. El muchacho me dijo que ahí no me lo podía tomar, que eran solamente para llevar. En ese momento me entregó el bote de cerveza en una bolsa de plástico, enseguida me marché.
Quería sentirme que ya era mayor de edad, que las etapas de niño habían pasado a la historia. En el camino, muchas cuadras antes de llegar a la casa de mis padres, me comenzaron a temblar las manos de ansiedad, quería tomarme la cerveza durante el camino. En ese momento me pasaron por la mente varios pensamientos buenos y malos.
Entre los pensamientos buenos estaban, por ejemplo: “No debo hacer esto”, “Mis papás se pueden dar cuenta”. Los pensamientos malos eran: “Una cervecilla, ¿qué me puede hacer?”, “Ya soy mayor de edad”, “Me voy a cuidar que no me vean los policías”.
El bote de cerveza en la mano, aún sin destapar, me estaba haciendo sudar. Mientras iba caminando volteaba por todas partes como si me hubiera robado algo, o como si alguien me estuviera siguiendo. Estaba tardando mucho en decidirme. No tenía ni tantita idea de los efectos tan peligrosos que estaban por sucederme.
La decisión la tenía tomada, traía entre mi mano el cuerpo frío del delito. La bolsa de plástico me la pasaba de una mano a la otra, hasta que llegué a una cuadra donde no había gente en la calle. Abrí la bolsa de plástico y destapé rápido la cerveza. Comencé a tomar mis primeros tragos hasta terminarme el bote.
Esa cantidad de alcohol fue suficiente como para sentir que me había transformado en cuestión de segundos. Me sentí raro, comencé a reírme como si estuviera loquito. Tuve la sensación de que un gusanito iba surcando un camino en el interior de mi cerebro, comenzando por la frente, hasta llegar a la nuca.
Cuando ese gusanito terminó de realizar su recorrido, llegué a la casa de mis padres. Mi padre no estaba, solo mi madrecita. Ella notó algo raro en mí desde el primer instante en que me vio entrar a su casa. “¿Qué es lo que te pasa, Ricardo? ¿De dónde vienes?”.
No quise abrir la boca. Mi madre no merecía lo que acababa yo de hacer. Ella había puesto todas sus ilusiones en mí, para que no tomara el mismo camino que mi padre. A él lo soportaba porque era su esposo, aparte, porque yo estaba estudiando, quizá también existían otras razones de ella como mujer, aunque nunca tuvo la confianza para decírmelo.
Atreverme a decirle a mi madre que había pasado a comprar una cerveza al depósito para tomármela, era tanto como matar de golpe sus ilusiones, sus esperanzas… sus sueños.
Entré derecho a mi cuarto y cerré la puerta. Mi madre no quiso quedarse con la duda, comenzó a tocar la puerta, en eso alzó la voz para decirme: “¡Ricardo!, ¿quieres decirme por qué no quieres hablar conmigo? ¿Con quién anduviste?”.
Dejé a mi madrecita hablando sola. Enseguida me acosté en la cama y me quedé profundamente dormido.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
Para que HOYTamaulipas siga ofreciendo información gratuita, te necesitamos. Te elegimos a TI. Contribuye con nosotros. DA CLIC AQUÍ