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Mi abuela Petra

Por: Ricardo Hernández El Día Domingo 22 de Diciembre del 2024 a las 20:28

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Mi madre se presentó una mañana en la escuela primaria donde yo cursaba por ese tiempo el segundo año. Fue a solicitar permiso a la maestra porque íbamos a salir de viaje a Veracruz, específicamente a la Barra de Cazones. Todo parece indicar que el permiso fue autorizado, porque nos fuimos de viaje a visitar a la abuela Petra.

La abuela había procreado alrededor de dieciséis hijos en dos matrimonios que tuvo. Con el primer esposo tuvo cuatro hijos: una mujer y tres hombres, de ellos esa primera mujer fue mi madre. Con el segundo esposo tuvo varios hijos más.

Como mis padres se vinieron a vivir a esta Ciudad Victoria, me trajeron cuando tenía como cinco años de edad. De tal manera que no me fue posible saber quiénes eran mis tíos. Incluso, ignoraba quién era mi abuela Petra. Mi madre comenzó a hablarme de ella antes de viajar a la Barra de Cazones, por primera vez. Sobre todo, porque mis padres cuando vivieron en Veracruz estuvieron en otro lugar, lejos de donde vivía la abuela con mis tíos.

Quizá por esa razón no recordaba de niño si alguna vez llegué a conocer a alguien de esa familia, o dicho con más propiedad: a la familia Polo Hernández y Valerio Hernández, ya que, en una casa hecha de adobe, piso de tierra y techo de palma, era donde vivían todos mis tíos, entre hermanos y medios hermanos; al fin de cuentas eran unos niños y la abuela Petra era madre de todos ellos.

Durante el viaje mi madre se veía muy contenta porque iba a visitar a su querida madre. Mi madre siempre le tuvo mucho cariño a mi abuela, a pesar de que cariño fue lo que le hizo falta a ella, porque con tantos hermanos a mi madre le llegó a tocar un pedacito de amor maternal.

Recuerdo que mi madre mencionaba mucho las palabras "camión papanteco", que fue el autobús en el que nos fuimos una vez que llegamos a la Central de Autobuses, en Veracruz.

Mientras íbamos en ese camión, vagamente recuerdo que íbamos pasando por un camino muy largo, por los lados había mucho monte, parecía más bien una jungla, porque había grandes palmeras. Como iba viendo a través de la ventana, alcancé a ver hombres vestidos con pantalón y camisa de manta, algunos hombres traían puestos sus sombreros de palma y cargaban un machete grande. Le decía a mi madre: “¡Mira mamá, ese señor está descalzo!”, “¡mira mamá, esos señores están vestidos de blanco!”.

Mi madre me avisó que estábamos a punto de llegar a la casa de la abuela Petra. El camión se detuvo en una curva. Enseguida cruzamos la calle empedrada y nos detuvimos en una cerca de palos. Mi madre preguntó: “¿Quién vive?” Me pareció raro que ella haya hecho una pregunta un poco extraña. Ella volvió a repetir la misma pregunta al no ver que alguien se haya asomado. “¿Quién vive?”.

Fue entonces que salió una señora un poco robusta, mediana de estatura, de cabello corto y de ojos estrábicos. Mi madre abrió la puerta del zaguán y pasó al interior, yo entré junto con ella agarrándole el vestido. Mi madre abrazó a mi abuela y la colmó de besos. Recuerdo que lloraron juntas por tanto tiempo de no verse.

“Me traje a tu nieto Ricardito”, le dijo mi madre a la abuela. Ella se agachó a darme un beso en la mejilla. Cuando pasamos al interior de la casa, mi abuela les habló a algunos de sus hijos para que recibieran a mi madre, o sea, a su hermana mayor. En ese momento fueron desfilando uno por uno, eran varios niños, casi de mi edad. El más chico se llamaba Faustino y era menor que yo; los demás me llevaban por escasos años.

Recuerdo que esos niños que eran mis tíos, andaban prácticamente desnudos, con tan solo un pantalón corto si acaso, pero muy desgastado. Eran unos niños de piel morena. Al poco rato llegaron unas niñas más grandecitas que sus hermanos. Una de ellas traía los cabellos rizados, tenían un color negro muy bonito. La otra niña traía su cabello corto, como acostumbraba a usarlo la abuela Petra. La diferencia de edad entre mi madre y el resto de sus hermanos y hermanas era evidente.

Mi madre se había casado a los catorce años de edad; mi padre por ese tiempo tenía como treinta. Según me enteré después, mi padre se presentó a la casa de mi abuela Petra para pedirle la mano de mi madre María, pero mi abuela le explicó que debería de hacerlo delante de mi bisabuela, pues todavía vivía y mi abuela Petra le tenía mucho respeto. Aparte, porque era la primera hija que se le iba a casar.

Tuve la fortuna de conocer a la bisabuela. Recuerdo que mi madre me dijo que teníamos que ir a visitar a su abuelita quien vivía en la parte alta de un cerro. No tuvimos que buscarla, porque ella se había enterado que mi madre andaba de visita y se había dado espacio para ir a verla a la casa de la abuela Petra.

Nos encontramos a la bisabuela en el camino. Era una mujer delgadita, con muchas arrugas. En ese momento tuve miedo de saludarla. Mi madre me agarró de las manos para que lo hiciera, pero me resistía. Nos fuimos caminando hasta llegar a su casa; una casa que era como la de mi abuela Petra: de adobe, palos, piso de tierra y techo de palma.

Todo lo que había lejos y cerca de las casas de mis abuelitas era hermoso. Como a dos kilómetros se encontraba la Playa Azul, lugar donde me llevó mi madre a conocer junto con el ejército de niños que eran sus hermanos pequeños.  

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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