Ese hombre es un santo
“Ese hombre es un santo”, había dicho un señor cuando salió de la iglesia al terminar de escuchar misa de mediodía. Otro señor que iba junto a él llegó a comentar que lo habían visto levitar alguna vez. Al poco rato la gente se fue dispersando en medio de una algarabía.
En una de las primeras bancas, en el interior de la iglesia, el padre Monsito se había quedado solo, con la cabeza agachada, los ojos los había cerrado. Aunque también se podría decir que ya los tenía cansados por tantos años de haberse dedicado a oficiar misas y a confesar. Algunas personas que lo conocían se referían a él como un excelente padre, otras personas más habían dicho de ese señor de barba blanca y espesa, que cuando era joven le gustaba mucho andar en bicicleta.
Para cuando se incorporó de la banca y salió al patio, ya no había nadie en la iglesia. Sus pasos eran lentos, pero sus pensamientos, rápidos; incluso, su voz aún conservaba un acento fuerte. Podría decirse que era poseedor de un camuflaje natural, porque físicamente su aspecto era de un anciano, su voz, en cambio, era tan clara, aún más claras eran las palabras de consuelo o de esperanza o de reprimenda que les dirigía a las almas que se confesaban con él.
En cierta ocasión, por la tarde, cuando apenas había salido de la iglesia a la calle, se le acercó un hombre que lavaba carros, le dijo que si le podía bendecir el agua que traía en una botella de plástico. Le aseguró el hombre atormentado que en su casa había malas vibras, que por eso deseaba la bendición del agua.
El padre Monsito levantó la vista para ver si por ahí andaba un taxi que lo llevara al seminario. El lavacarros al no verse favorecido con su petición, o, mejor dicho, al verse ignorado, volvió a dirigirse al padre: “Padre, me puede bendecir esta agua, por favor, es que en la casa hay malas vibras, usted sabe cómo es la gente”.
El padre siguió caminando a pasos lentos apoyándose de su bastón, como si no hubiera visto al lavacarros. En ese momento pasó un taxi el cual se estacionó a unos cuantos metros de distancia. “No existen las malas vibras” –al fin le contestó el padre al lavacarros– “porque la palabra ‘vibras’ viene del verbo vibrar. ¿Y qué está vibrando en tu casa?”. El hombre se quedó pensativo.
El taxista reconoció al padre, enseguida le habló desde lejos: “¿Taxi?”. El padre Monsito le respondió con un “¡Sí!”. El taxista se echó de reversa, enseguida ayudó al padre a subirse.
El lavacoches se retiró haciendo berrinches, porque el padre no bendijo el agua que ahuyentaría las malas vibras que había en su casa; llegó a pensar que cuando regresara a casa las malas vibras continuarían causando daño entre su familia.
El lavacoches caminó con su botella de agua sin bendecir hacia la plaza que se encontraba frente a la iglesia. Cuando iba pasando bajo la sombra de unos árboles, otro lavacoches le gritó: “¡Julio!”. Este se detuvo al instante de haber escuchado su nombre. Justamente en ese preciso momento en que se detuvo, se desprendió una rama muy grande y pesada cayendo cerca de sus pies. Julio se quedó asustado al ver la rama en el suelo, porque pensó que le pudo haber caído sobre su cabeza si no se hubiera detenido al escuchar su nombre.
El compañero de él vio toda la escena, se quedó pensando que, gracias a que Julio había platicado con el padre Monsito, quiso Dios que no le pasara nada a su compañero.
El taxista llegó al seminario. El padre batalló para bajarse, pero al fin lo consiguió. En el seminario había un camino estrecho que conducía a varios departamentos, uno de ellos, el que se encontraba hasta el fondo, era donde vivía el padre Monsito.
Abrió la puerta de su departamento que no era precisamente grande, apenas podía caminar en su interior. Encendió la luz, enseguida se quitó la camisa de manga corta que traía puesta y se quedó en playera. La camisa la colocó sobre su bastón. Caminó unos pasos más para agarrar el sombrero de palma que se encontraba sobre un escritorio. Luego se lo puso y con pasos lentos llegó a hasta la silla que se encontraba a un lado de su cama matrimonial.
Todos los días repetía lo mismo cuando llegaba a su departamento, una vez que se sentaba se acomodaba el sombrero de palma a la altura de la nariz para dormir por un rato, a veces dejaba la luz encendida, otras veces la apagaba.
“Ese hombre es un santo”, murmuraban algunas personas cuando salían de la iglesia.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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