El viejo Mateo
Otra de las historias que escribí en los San Pedros, inspirado por el clima gélido en lo alto de la sierra, se llama “El viejo Mateo”. Recuerdo que esa noche cuando comencé a escribirla, estaba tan fría como muchas otras. Mi hogar se reducía a pocas cosas: una casa de madera con muy poco espacio en su interior; una lámpara minera cuya lengua de fuego apenas alcanzaba a alumbrar sobre el escritorio donde me ponía a escribir en un cuaderno a rayas; una cama individual que se encontraba en una esquina, a pocos centímetros entre la silla de madera y el escritorio.
En resumen, eso era todo lo que tenía para pasar los días. En cuanto a la comida –principal sostenimiento en la vida del hombre–, la conseguía por fuera; es decir, con las personas que vivían en el bosque.
Antes de irme a vivir por poco tiempo a Los San Pedros, me había despedido de mi querida hija quien por ese tiempo no rebasaba los 7 años de edad. Desde que la vi por primera vez cuando llegó al mundo, me sentí emocionado. La cargué, la colmé de besitos, era una bebé hermosa; la recuerdo dando sus primeros pasos.
Siempre se alegraba mi niña cada vez que me veía. Por ese cariño tan especial que nos tuvimos entre padre e hija, cuando permanecí en los San Pedros con el propósito de enseñar a las niñas y niños conocimientos básicos de nivel primaria, ya por la noche me ponía a escribir sobre un escritorio de cedro el cual me motivaba a estar ahí, con la vista pegada sobre el papel del cuaderno a rayas, con una lámpara minera dispuesta a alumbrarme durante un par de horas.
La historia que les voy a contar no es la original, no tuve la precaución de guardar la libreta con esos apuntes. Más bien es un resumen que ahora he recreado para esta ocasión:
Mateo era un señor de espesa barba blanca, de una edad aproximada a los setenta años. Mientras se encontraba frente a su escritorio escribiendo una historia en un cuaderno a rayas, alumbrado por una lámpara minera, había alcanzado a escuchar un ruido afuera de su casa; era una casa de madera en la que apenas se pudo acomodar el viejo Mateo, porque no había mucho espacio como para moverse con más libertad.
Esa noche estaba nevando. El patio que durante el día se veía hermoso debido al pasto verde, se había cubierto de una delgada capa de hielo. Tal vez el ruido que venía del exterior pudo haber sido provocado por los marranos que se acercaban por el lugar, o quizás por un perro, pero no podía ser de un caballo o una vaca, porque la cerca de púas no se los permitía.
Se volvió a escuchar el ruido, solo que un poco más de cerca. Mateo decidió averiguar. Abrió la puerta principal de su casa, y se asomó. Al no ver nada importante, prefirió cerrar la puerta y continuar escribiendo la historia que apenas un par de horas antes había comenzado a redactar.
Estaba seguro que ese ruido era de alguien que se había atrevido a merodear su casa: “¿Será de algún borracho?”, se preguntó antes sentarse a escribir; aparentó hacerlo, porque el ruido le robó la concentración por completo.
Ese ser misterioso que andaba afuera se atrevió a tocar la puerta: “Toc-toc”. En ese momento Mateo despegó la vista del papel y miró hacia el techo, moviendo los ojos de un lado a otro como intentando encontrar una respuesta de quién pudiera ser esa persona que había tocado la puerta.
Caminó hacia la puerta principal y la abrió lentamente. En la espesa oscuridad no se podía distinguir a nadie, daba lo mismo mantener los ojos abiertos que cerrados, no se veía nada. Tal vez alguien necesitaba ayuda, por eso se había atrevido a tocar la puerta de Mateo.
Antes de que el viejo cerrara la puerta, escuchó una voz de mujer: “¿Es usted el señor Mateo?”. “Sí, respondió él, soy Mateo. ¿Quién es usted?”. “¿Me permite pasar a su casa?”, preguntó la mujer extraña. “Antes dígame cómo se llama y qué necesita”, inquirió el viejo.
La mujer cuya voy era delgada y suave, entró casi a la fuerza. El viejo Mateo no tuvo otro remedio que hacerse a un lado. En el interior de la casa la luz de la lámpara minera era tenue, por eso la mujer al ver una pálida luz, fue hacia ella, enseguida tomó la lámpara minera llevándosela hasta la altura de su cara.
“¿Ahora me reconoce?”, preguntó la mujer. Mateo no la reconoció al instante: “NNNo, no sé quién sea usted”. La mujer no quiso perder más el tiempo haciendo preguntas, se fue al grano del asunto: “Ya ha pasado mucho tiempo, te dejé de ver desde los siete años de edad. Ahora que ya tengo la edad suficiente, pensé en venirte a buscar. Quiero pasar una Navidad a tu lado, porque en mis recuerdos siempre te tuve como un padre cariñoso. ¿Puedo quedarme unos días contigo? Soy tu hija Sara”.
Mateo se quedó mudo, la sorpresa de su hija lo había dejado sin palabras. No sabía si abrazarla, besarla o darle alguna explicación. “¿Tú eres mi hija Sara?, ¿Sarita?”, Mateo no sabía qué preguntar. “Sí padre, soy tu hija Sara”, le respondió ella con una sonrisa de felicidad: “Soy tu hija, tu querida y adorada hija”.
La historia que Mateo estaba inventando era esa, se había imaginado que tenía una hija con quien pasaría la Navidad; aunque espiritualmente el viejo Mateo era fuerte, la soledad estaba tocando a su puerta.
La noche estaba ya avanzada, eran casi las cuatro de la madrugada. El viejo Mateo guardó la libreta junto con la pluma en un cajón del escritorio, apagó la lámpara minera y la oscuridad borró cualquier indicio de luz.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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