El día que eligieron
Se fue un domingo por la mañana, para entonces nos quedaba ya poco llanto, porque las lágrimas las habíamos vaciado durante toda la semana; desde su cama la veíamos partir despacio. Casi todos sabíamos que era el final, pero la mayor parte de las ocasiones no hablábamos de eso, hacíamos guardias interminables, velando día y noche, sabiendo que eran los últimos días que estaría con nosotros.
Recuerdo que de niña, los domingos era el día de fiesta en casa, desde muy temprano mi mamá procuraba la barbacoa o de ser posible preparaba menudo desde un día antes, un pan de nata o algún postre para alegrar la mañana.
Ir a misa era obligatorio, para eso nunca había concesiones, ni siquiera motivo de discusión; sin embargo, a la salida nos esperaba un suculento almuerzo en casa; era el día en que mi mamá se esmeraba más en la comida que el resto de la semana, estaba prohibido lavar ropa o hacer un trabajo pesado.
Ya anciana, el domingo seguía siendo el momento cumbre, cuando mis hermanos deberían de visitarla, reunirnos para comer todos juntos, el día de la convivencia familiar. Por eso no fue extraño que ese día por la mañana decidiera irse.
Cuando los signos vitales se encontraban estables y algunos de mis hermanos se preparaban para los días venideros con incertidumbre, llegó el domingo y ya con el sol mañanero, a la hora que solíamos sentarnos a la mesa a disfrutar el almuerzo se empezó a ir. “Buen viaje Hermenegilda” le dije al oído, tomando su mano cuando la geriatra que nos acompañaba pidió que nos despidiéramos.
Después de mucho tiempo pudo extender sus piernas contracturadas y su rostro se volvió luminoso, el gesto de dolor que permanentemente la acompañaba desapareció mostrando una placidez que me produjo una paz interior nunca antes conocida.
Mis hermanas, mi cuñada y mis sobrinas habían hecho un trabajo intenso de cuidados que dejé que terminaran después del último suspiro de mi mamá. Salí de su habitación y me concentré en el rito cristiano que se debe cumplir en estos casos. Fue entonces cuando recordé a mi padre, que había muerto en jueves, hace 15 años; era su día favorito de la semana porque salía de viaje para ir de compras y surtir su negocio que tenía en el pueblo.
Nadie sabe qué pasa cuando la gente muere, solo que es muy doloroso para quienes quedamos vivos; sin embargo, la muerte libera, porque pienso en los 15 años en que mi madre vivió en una silla de ruedas después de su operación de cadera, sufriendo un dolor permanente en su pierna, después de haber sido toda la vida una mujer que vivía de la cocina al jardín, siempre haciendo algo. La muerte libera, porque pienso en mi padre, incansable en el trabajo y atacado por una embolia que lo dejó parapléjico durante un año.
Pienso en esto y descubro que no lloro porque mi madre se haya ido, lloro por mí, por la tremenda ausencia que me deja mi compañera de los domingos, cuando solíamos tomar el sol por las mañanas después de almorzar y unas selfis que compartíamos en el grupo de Facebook de la familia; no lloro como hija, sino como su cuidador que fui y ahora simplemente no está, lloro como su cómplice, su confidente, su apoyo; lloro por el ahora, porque ya no tengo el siempre, ni el todavía y habito, como dijera Silvio, en la nostalgia de cosas pequeñas y tontas. Lloro, porque no sé si yo también podré elegir el día de mi muerte: el más feliz, el más radiante de toda la semana.
E-mail: claragsaenz@gmail.com
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