El invierno del patriarca
El hermano mayor de mi madre ha sido por décadas mi tío favorito porque siendo niño disfruté de su hospitalidad; durante buena parte de mis estudios de primaria fui parte de su familia. Él me enseñó a pescar a pesar de que no me gustaba; también aprendí de él a comer tomates a mordidas. Me enseñó a llevar la pobreza con dignidad; me inculcó que se debe trabajar para ganarse la vida y que, cuando pierdes a alguien, la vida debe continuar. Hace menos de un año estuve en su casa, en El Naranjo (SLP), donde se festejaron sus primeros noventa años de edad. Ahí estuvieron también mis primas que viven en Matamoros, los primos de Tamazunchale, de El Mante, de Antiguo Morelos y, durante todo el día saboreamos zacahuil, carne asada, mole y ya por la tarde-noche cenamos pozole. El patriarca presidió su propio festejo rodeado de los que le amamos y que siempre nos sentimos miembros queridos en su numerosa tribu huasteca.
Viví en casa de mi tío Modesto y mi tía Carmela porque yo era huérfano de padre, mi abuela ya había muerto y mi madre se había casado por segunda vez. Una tarde llegué de visita a la casa del tío y me quedé cerca de cinco años seguidos. Durante la primaria él era mi tutor, yo vivía con toda su prole frente a un campo de beisbol donde jugábamos por las tardes hasta que oscurecía. Cuando había juegos regionales veíamos los encuentros desde la banqueta de la vivienda y nos emocionábamos mucho cuando un buen bateador se volaba nuestra casa; corríamos a la huerta a buscar la pelota entre los árboles de aguacate, mango, naranjas, guayabas y otras frutas hasta que el más listo encontraba el precioso botín que luego presumirían en la escuela. Mi tía, por su parte, era una exquisita cocinera y los platillos más sencillos se disfrutaban como manjares incomparables. Sin duda que fueron años muy felices.
Mis primos Irma, Efraín Patricio, Olivia, Lourdes, Modesto y Edilverto son como mis hermanos, fueron mis compañeros de juegos infantiles. Los más pequeños Israel y Alejandro crecieron cuando yo había emigrado a Tamaulipas para seguir estudiando. Aparte de jugar, teníamos deberes y uno de ellos era muy bien ejercicio pues consistía en caminar un kilómetro con dos cubetas de agua cada quien para llenar un tanque de 200 litros que servía para las labores de limpieza y para regar la huerta. Si se acababa el agua durante el día, había que caminar para traer más. La mayoría de los niños disfrutaban de ir al río y se alegraban mucho cuando el tío Moyo decía que iríamos para aprender a pescar. Escogía a dos o tres de los más desarrollados físicamente y los llevaba a lugares que sólo él conocía para colocar anzuelos con carnada para ir a recogerlos al día siguiente, con buena suerte varios tendrían alguna presa. Personalmente yo sufría sus incursiones por el río porque me encargaba misiones que me enfadaban; lo hacía a propósito, era parte de su enseñanza.
Una tarde salimos con mi tío Moyo, mis primos Mario, Patricio y, creo que Efraín, a colocar anzuelos al río en El Naranjo. Para entonces todos sabían que a mí no me gustaba la pesca, entonces me encomendó que me quedara cuidando una bolsa con carnada bajo un árbol un poco alejado de la corriente del río. Ya casi a la media noche, salió mi tío de la oscuridad con una enorme tortuga que sostenía con ambas manos y muy sonriente me dijo: como tú no estás haciendo nada esta noche, te toca cuidar la tortuga. Angustiado le pregunté que cómo iba a evitar que el animal volviera al agua porque estaba viva y me respondió: muy fácil, la acostaré boca arriba y te sientas sobre ella pero tienes que mantenerte despierto porque si se resbala se te escapará. Total, me senté sobre la panza del quelonio resignado a esperar, sin embargo, al poco rato me ganó el sueño y en una parpadeada me moví y la tortuga resbaló hacia el río escapándose. Ya en la madrugada regresó con mis primos, me dio una regañada juguetona y la anécdota sirvió para burlarse de mis escasas aptitudes para la pesca.
Una de las cosas que siempre me impresionaron de mi tío era su afición a comer tomates crudos a mordidas. A veces los recogía del huerto y se los llevaba a la boca recomendándonos que comiéramos muchos tomates porque es bueno para la salud; a la distancia creo que tenía razón porque él rebasó las nueve décadas. A sus hijos y sobrinos nos enseñó que no tiene nada de malo nacer pobres porque es una oportunidad para ser laboriosos y ganarnos con esfuerzo el pan que a diario comemos. Tal vez la convivencia con ese hombre generoso me haya servido, entre otras cosas, a sentirme orgulloso de pertenecer a la clase trabajadora. Muy cerca de llegar a los 91 años de edad, mi tío más querido sufrió una embolia. Desde el domingo estuvo inconsciente y la madrugada de este viernes, en pleno invierno, el cansado corazón del patriarca dejó de latir ante la consternación de sus hijos, hermanos, nietos, sobrinos, yernos, nueras y numerosos amigos que coleccionó a lo largo de su fructífera existencia.
Estuve con mi tío Modesto Gutiérrez Rangel en muchos de sus días felices; le acompañé en su dolor cuando murió la tía Carmela; estuve con él casi todo el día en su cumpleaños número 90 pero creo que no le acompañaré presencialmente este fin de semana cuando su actual compañera, sus hijos y algunos otros familiares muy cercanos le despedirán en el panteón de la cabecera municipal de Nuevo Morelos, su pueblo natal. Desde aquí abrazo con cariño a todos mis primos-hermanos, especialmente a Efraín, Modesto (hijo) y Edilverto quienes residen al norte de los Estados Unidos. Hasta siempre tío Moyo.
Correo: amlogtz@gmail.com
Ambrocio López Gutiérrez
Periodista y Sociólogo.
Columnista en diversos medios electrónicos e impresos.
Redactor en el equipo de Prensa de la UAT.
Profesor de horario libre en la UAM de Ciencias, Educación y Humanidades.
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