Un patriarca en Texas
Estábamos en el banquete de de bodas cuando Gabriel se acercó con una botella de Baileys y me dijo “quiero ser tu suegro”; aunque me había tratado poco, conocía muy bien mi debilidad por la crema irlandesa. No era padre de mi marido, pero tenía muchos años casado con mi suegra, así que, a partir esa petición formal siempre me refería a él como mi suegro; cuando alguien me cuestionaba por llamarle así, yo solía contestar, es mi suegro porque él me lo pidió.
Eligió diciembre para irse, meses atrás le diagnosticaron cáncer terminal y él, como un hombre práctico que siempre fue, decidió que a sus 87 años un tratamiento significaba más sufrimiento que alivio, así dejó que la enfermedad siguiera su curso atenuando solamente el dolor.
Un hombre como él, contador de mil historias y gran conversador, trabajador incansable, buen padre, hombre sin vicios, amigo solidario, es capaz de hacer también de su muerte una lección de vida.
Llegamos a Texas cuando se encontraba ya inconsciente; en el ir y venir de los últimos meses tuve la oportunidad de platicar con sus hijos, a quienes yo conocía muy bien sólo por las pláticas que por años él nos hacía de ellos, de cuando eran pequeños, de sus trabajos, estudios, parejas e hijos.
Cuando íbamos a visitarlos en el Valle del Río Grande, muy cerquita de Edinburgo, nunca los conocimos, quizá porque nuestros calendarios vacacionales no coincidían con los de ellos, quizá porque íbamos pocos días, no lo sé. El caso es que solo frente a su cama tuvimos la oportunidad todos, de estar juntos, platicar, conocernos, compartir la comida, la tristeza y la oración.
Ahí estábamos todos en el último momento, frente a él, sus hijos, yernos, nueras, nietos, mi suegra, mi marido y yo; fue entonces cuando entendí que no había sido estos últimos años sólo mi suegro, sino un padre. Era la figura de un padre para todos los que estábamos ahí, con él; pero al mismo tiempo aquella escena era también la de un hombre que deja tras de sí la herencia cultural de un mexicano que supo serlo con gran dignidad en Estados Unidos.
Emigró a la Unión Americana en los años 50 y después de probar suerte en California y Chicago se estableció en Texas donde fundó casa y familia. Todos sus hijos nacieron allá y aunque nunca volvió a vivir a su natal Jalisco, siempre procuró regresar a su querido pueblo Santa María del Oro. Cuando yo lo conocí, solía ir por lo menos una vez al año, durante las fiestas patronales que se celebran en enero.
Aunque adoptó el estilo texano para vestir y sabía hablar muy bien inglés, tenía por costumbre, cuando íbamos a visitarlos, llevarnos a comer a restaurantes de comida mexicana y en todas las tiendas siempre exigía le hablaran en español.
Sus hijos nos contaron que siempre se preocupó porque aprendieran el español y aunque en la escuela los castigaban si los escuchaban hablando, él los enseñó a que no se avergonzaran por ser de origen mexicano.
Cuando asistimos a su funeral recordé la película de “El gran pez”, esa cinta norteamericana donde el personaje, que es un hombre mayor, cuenta fantásticas historias, pero su hijo no le cree nada hasta que el día de su sepelio, asisten los protagonistas de sus relatos. Porque ahí estábamos todos, los protagonistas de sus pláticas, sus hijos, sus nietos, sus yernos, sus nueras.
Al finalizar el funeral, las familias de Monte Alto, el pequeño pueblo donde vivía le ofrecieron la comida en su honor, mientras comía el exquisito brisket que prepararon, recordé que entre las muchas cosas que me enseñó fue a preparar esa deliciosa carne que, en Texas, como él decía se prepara de 200 maneras diferentes.
De regreso a Ciudad Victoria, recordamos muchas anécdotas de Gabriel y aunque sentía tristeza en mi corazón, me sentía orgullosa de su herencia mexicana que había sembrado en Texas. Uno de sus hijos me había platicado que un maestro les dijo en la Universidad que la presencia hispana representaba la reconquista del territorio y él sonriendo parecía estar de acuerdo.
Pero creo que históricamente no se podría hablar de una reconquista, porque Texas siempre fue un territorio entre dos naciones y creo que lo seguirá siendo, esa es su esencia, un tanto latino un tanto anglosajón; sólo que, es una extraordinaria tierra que se alimenta desde siempre por hombres como Gabriel Farías, que la mantienen viva, que ciertamente les da pertenecía a los que llegan, pero ellos le dan identidad, una identidad mexicana inherente a su naturaleza histórica.
La fuerza de un territorio como el Valle del Río Grande radica en los hombres como Gabriel, trabajadores, generosos y capaces de forjar familias orgullosamente texanas que atesoran sus raíces mexicanas.
E-mail: claragsaenz@gmail.com
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