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Rutina, genialidad y vejez

Por: Ambrocio López El Día Martes 27 de Noviembre del 2018 a las 11:55

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Considerando la importancia que le brinda Andrés Manuel López Obrador a la ética y los valores como la parte “subjetiva” de la cuarta transformación, me permito compartir aquí fragmentos de varios análisis sobre diferentes capítulos de El Hombre Mediocre, obra señera del filósofo, sociólogo y psicólogo José Ingenieros. Con la participación de tres jóvenes historiadores formados en la Universidad Autónoma de Tamaulipas, la presente colaboración contribuye a la divulgación de la obra de uno de los más lúcidos pensadores latinoamericanos del siglo XX.

Carlos Saúl García Bárcenas, apunta que la rutina está caracterizada por la renuncia, dice que es el hábito de renunciar a pensar. En los rutinarios todo es menor esfuerzo. Al hablar sobre la rutina es necesario mencionar los hábitos, y José Ingenieros explica que hay hábitos adquiridos por los hombres y que son genuinamente suyos, le son intrínsecos: constituyen su criterio cuando piensan y su carácter cuando actúan; son individuales e inconfundibles. La diferencia con la rutina es que esta es colectiva y siempre perniciosa, extrínseca al individuo, común al rebaño: consiste en contagiarse los prejuicios que infestan a los demás.

La educación oficial involucra ese peligro: intenta borrar toda originalidad poniendo iguales prejuicios en cerebros distintos. El hombre rutinario pasa indiferente junto a las obras de arte; pero se asombra ante cualquier cosa insignificante. Ellos ignoran que el hombre vale por su saber; niegan que la cultura es la más honra fuente de la virtud. No intentan estudiar; sospechan, acaso, la esterilidad de su esfuerzo. La lectura les produce efectos de envenenamiento. Hace referencia a Sancho Panza y dice: “frente a cada forjador de ideales se alinean impávidos mil Sanchos, como si para contener el advenimiento de la verdad hubieran de complotarse todas las huestes de la estulticia”. Todos los rutinarios son intolerantes.

Llaman hereje al que busca una verdad o persigue un ideal. Ignoran la sentencia de Shakespeare: “El hereje no es el que arde en la hoguera, sino el que la enciende”. La tolerancia de los ideales ajenos es virtud suprema en los que piensan. La caja cerebral del hombre rutinario es un alhajero vacío. Hay “hombres cuya cabeza tiene una significación puramente ornamental”. Si la humanidad hubiera contado solamente con los rutinarios, nuestros conocimientos no excederían de los que tuvo el homínido. La cultura es el fruto de la curiosidad, de esa inquietud misteriosa que invita a mirar el fondo de los abismos. El ignorante no es curioso; nunca interroga a la naturaleza. La mediocridad hace al hombre solemne, indeciso y obtuso.

Una característica del hombre mediocre es la modestia. Se presume que el modesto nunca pretenderá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá opiniones peligrosas, ni desaprobará a los que gobiernan, ni blasfemará de los dogmas sociales: el hombre que acepta esa máscara hipócrita renuncia a vivir más de lo que permiten sus cómplices. Hay, es cierto, otra forma de modestia, estimable como virtud legítima: es el afán decoroso de no gravitar sobre los que nos rodean, sin declinar por ellos la más leve partícula de nuestra dignidad. Tal modestia es un simple respeto de sí mismo y de los demás.

También es una persona temerosa de pensar, como si fincasen en ello el pecado mayor de los siete capitales, pierden la aptitud para todo juicio. El temor de comprometerse los lleva a simpatizar con un precavido escepticismo. Bueno es desconfiar del hipócrita que elogia todo y del fracasado que todo lo encuentra detestable; pero es cien veces menos estimable el hombre incapaz de un sí y de un no, el que vacila para admirar lo digno y execrar lo miserable. Son gente que detestan a los que no pueden igualar, como si con sólo existir los ofendieran. Sin alas para elevarse hasta ellos, deciden rebajarlos.

Clavan sus dientes en toda reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más vil la conducta humana. Basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno, al ignorante del sabio, al hipócrita del virtuoso, al villano del gentil hombre. Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, prefieren la maledicencia sorda a la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la mediocridad, es antisocial, tiene el calor de ser delincuente; el otro es cobarde y se encubre con la complicidad de sus iguales.

HAY HOMBRES MALDICIENTES y florecen doquiera. Son aquellos que hablan a media voz, con recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sembrando a puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. Menciona que ellos mienten con espontaneidad, como respirar. No respetan las virtudes íntimas ni los secretos del hogar, nada. Se identifica a un hombre de este tipo por su cobardía, sin ella no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara una injuria, el que denuncia a voces un vicio ajeno, el que acepta los riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando.

Además, hay escritores mediocres, son peores por su estilo que por su moral. Ellos rasguñan tímidamente a los que envidian. Abundan entre los malos escritores, aunque no todos los mediocres consiguen serlo; muchos se limitan a ser terriblemente aburridos, acosándonos con volúmenes que podrían terminar en el primer párrafo. Y existe el mediocre parlante que es peor por su moral que por su estilo; su lengua centuplicase en copiosidades acicaladas y las palabras ruedan sin la traba de la ulterioridad. Hace una diferencia entre el éxito y la gloria, comienza diciendo que el hombre mediocre tiene apetitos urgentes: el éxito.

No sospecha que exista otra cosa, la gloria, ambicionada solamente por los caracteres superiores. Aquel es un triunfo efímero, al contado; ésta es definitiva, inmarcesible en los siglos. El uno se mendiga; la otra se conquista. Y añade que “el éxito es el alcohol de los que combaten. La primera vez embriaga; el espíritu se aviene a él insensiblemente; después se convierte en imprescindible necesidad.” Mirar de frente al éxito, equivale a asomarse a un precipicio: se retrocede a tiempo o se cae en él para siempre. Es un abismo irresistible, como una boca juvenil que invita al beso; pocos retroceden.

Aunque el éxito puede ser benéfico si es merecido; sirve para exaltar la personalidad, la estimula. Tiene otra virtud: destierra la envidia, ponzoña incurable en los espíritus mediocres. Triunfar a tiempo, merecidamente, es el más favorable rocío para cualquier germen de superioridad moral. El éxito es el mejor lubricante del corazón; el fracaso es su más urticante corrosivo. Un peligro que puede rodear al hombre es la popularidad o la fama que suele alcanzar y da transitoriamente la ilusión de la gloria. Son más que el simple éxito, accesible al común de los mortales; pero son menos que la gloria, exclusivamente reservada a los hombres superiores. En la vida se es actor o público, timonel o galeote.

El que ha conocido el aplauso no sabe resignarse a la oscuridad. La fama de un orador, de un esgrimista o de un comediante, sólo dura lo que una juventud; la voz, las estocadas y los gestos se acaban alguna vez, dejando lo que en el bello decir dantesco representa el dolor sumo: recordar en la miseria el tiempo feliz. Dice acerca de la gloria, que esta nunca ciñe de laureles la sien del que se ha complicado en las ruinas de su tiempo; tardía a menudo, póstuma a veces, aunque siempre segura, suele ornar las frentes de cuantos miraron el porvenir y sirvieron al ideal.

Iriley Paloma Castillo Betancourt reporta que la genialidad es una coincidencia que surge como luminosa en el punto donde se encuentre la más excelente, aptitud de un hombre y la necesidad social de aplicarla al desempeño de una misión trascendental: que el hombre extraordinario, solo ascienda la genialidad. En vida muchos hombres de genio son ignorados, desestimados en la lucha por el éxito pueden triunfar los mediocres pues se aceptan mejor a las modas ideológicamente reinantes. Sarmiento: Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana entreabriendo la visión de cosas futuras pensaba en fan alto estilo. Es decir, el hombre extraordinario encuadra por entonces su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar glamoroso.

La vasta obra de Ameghino es nuestro continente y en nuestra época tiene los caracteres de un fenómeno natural. Donde los hombres excepcionales tienen un valor moral y son algo más que objetos de curiosidad que merecen la admiración que les profesan. Se caracteriza la importancia de la moral del genio, la cual caracteriza a este tipo de persona y como logra obtener un tipo de vida común y única. La dignidad es irreverencia, la justicia, la sinceridad, la admiración en la lucha de las conveniencias presentes contra los ideales futuros. Ningún idealismo es respetado, si un filósofo estudia la verdad, si el artista sueña nuevas formas, ritmos, o armonía cierran el paso de las reglamentaciones oficiales de la belleza; si el enamorado quiere amar escudando su corazón se estrella con las hipocresías del convencionalismo.

Los hombres se vulgarizan cuando reaparece en su carácter lo que fue la mediocridad en las generaciones ancestrales. Los vulgares son mediocres de razas primitivas donde habían sido perfectamente adaptados en sociedades salvajes. La conducta en sí mismos no es distinguida ni vulgar la intención ennoblece los actos, los crea, los idealiza y en otros casos determina su vulgaridad. La vulgaridad es el complejo de las sociedades de las resistencias que estas oponen. Diferencia entre un hombre mediocre y otro honesto, como esta persona pase lo que pase es compasivo, y respeta los prejuicios que les asfixian. En contraria con el mediocre que va siempre hacia el facilismo.

La honestidad convencional se pasa a la infamia gradualmente por matrices leves y concesiones sutiles. Los delincuentes son individuos incapaces de adaptar su conducta a la moralidad de la sociedad en que vive. Los sujetos de inmoralidad incompleta accidental o alternante representan las etapas de la transición entre la honestidad y el delito. Los hombres que están bajo el nivel de la mediocridad, la ineptitud constante para adaptarse a las condiciones que, en cada colectividad humana, limitan a la lucha por la vida. La virtud es una originalidad que se manifiesta solamente en los virtuosos que poseen talento moral, también se menciona como ha ido evolucionando las virtudes en varios campos lo cual según el texto nuestros sentimientos influyen más nuestras ideas.

LA BONDAD ES EL primer esfuerzo hacia la virtud, ya que el hombre bueno esquiva a las condescendencias permitidas por los hipócritas que llevan en si una partícula de santidad. El mal no se corrige con la complacencia ya que es nocivo como los venenos y debe ponérsele antídotos eficaces. Se hacen grandes acciones en las pequeñas luchas, donde hay muchas obstinadas e ignoradas. Se destaca la importancia de la existencia de la santidad como se ve reflejada en nuestras vidas y como nos beneficia; también es destacado que los genios morales son los santos de la humanidad ya que hoy en día no prevalece esta importante frase.

Ana Juárez Hernández agrega que “la vejez” constituye un significativo análisis desde los puntos de vista sociológicos, médicos y psicológicos sobre los cambios que se presentan en el individuo, para lo que crea cinco apartados: Las canas, etapas de decadencia, la bancarrota de los ingenios, psicología de la vejez y la virtud de la impotencia. De entrada, el autor postula que “la vejez mediocriza a todo hombre superior” y luego, la decrepitud “inferioriza al viejo ya mediocre”. Es para Ingenieros la senectud, la etapa en la cual los rencores acumulados se ciernen sobre la mente ya opaca volviéndose, con el cuerpo, envase de la mediocridad.

En un extenso análisis explicativo que incluye no menos que los descubrimientos científicos más recientes en su época (principios del siglo XX), -lo que resulta perceptible por la terminología clínica empleada y la exposición de ideas propias del contexto histórico-, se da a la tarea de mostrar cómo el organismo va apagándose con los años. Nos narra así el deterioro de las células. “La sensibilidad se atenúa en los viejos y se embotan sus vías de comunicación con el mundo. Los tejidos se endurecen y se tornan menos sensibles al dolor físico. La vejez es una pereza que llega fatalmente en cierta hora de la vida.”

Y continúa: La insensibilidad física se acompaña de analgesia moral; en vez de participar del dolor ajeno, el viejo acaba por no sentir ni el propio”, aquí resulta importante aclarar que Ingenieros muy probablemente toma como base los estudios que evidenciaban la presencia de desgaste en el sistema nervioso y se aventuraban a afirmar que el proceso de reproducción celular en los ancianos decrece considerablemente. Estudia también el lugar que las personas mayores tienen en la sociedad y los cambios en el comportamiento que según su propuesta surgen en la vejez; expresa: “la ansiedad de prolongar la vida le lleva a sentir «un odio oculto por todas las fuerzas vivas que crecen y avanzan”.

Apartados como este llaman la atención quizá por la brusquedad de los planteamientos; sin embargo, el hilo conector es siempre el comportamiento humano, así como el exquisito análisis de sus cualidades y defectos donde emplea la crítica para incitar al cambio. En este mismo subtema aborda también las transformaciones psíquicas de los viejos: Cambio total de sus sentimientos (especialmente los sociales y altruistas); la pereza progresiva para acometer empresas nuevas (con discreta conservación de los hábitos más antiguos); duda o apostasía de las ideas más personales (para volver a las ideas comunes).

Interesante resulta que, aunque el autor deja claras las características que han de determinar la llegada de la vejez (“cuando el cuerpo se niega a servir todas nuestras intenciones y deseos, o cuando estos son medidos en previsión de fracasos posibles”) afirma también que “hay hombres que nunca han sido jóvenes, en sus corazones, prematuramente agotados no encontraron calor las opiniones extremas ni las exageraciones románticas. En ellos la única precocidad es la vejez”, como si aquellos gestos y actos que convierten al hombre en viejo fuesen características transitorias que pueden presentarse ante el asomo de la mediocridad; es decir que, aunque la mediocridad y sus expresiones son asociadas a la vejez, pueden presentarse en todos a lo largo de su vida –no hay edad para ser mediocre-.

A su vez, aprovecha el capítulo para abordar el que considera uno de los defectos que surgen con la edad: La avaricia. Citando a Cicerón hace referencia a que los ancianos guardan con recelo sus tesoros sin reparar ya en la utilidad de estos. “La avaricia es una exaltación de los sentimientos egoístas propios de la vejez”. Ingenieros dice “La vejez comienza por hacer de todo individuo un hombre mediocre. Los achaques siguen desmantelando sucesivamente las capas del carácter. Dice: “admiremos a los viejos, por las superioridades que hayan poseído en la juventud.” Nadie escapa a su tiempo, del mismo modo, el autor refleja el pensamiento de los científicos en el comienzo del siglo XX, pero también el de un hombre que aprendió de la vejez. En suma, nos permite reflexionar sobre nuestra propia concepción de la vejez y los valores que asociamos a ella. (Vaya el agradecimiento para mis alumnos que tanto me enseñaron este semestre).

Correo: amlogtz@gmail.com

Ambrocio López Gutiérrez

Periodista y Sociólogo.
Columnista en diversos medios  electrónicos e impresos.
Redactor en el equipo de Prensa de la UAT.
Profesor de horario libre en la UAM de  Ciencias, Educación y Humanidades.

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