¿Por qué estudiar historia?
Durante el ciclo escolar que está a punto de terminar les pregunté a mis alumnos de la Licenciatura en Historia acerca de las razones por las que decidieron estudiar esa ciencia en las aulas de la UAM de Ciencias, Educación y Humanidades (UAT) y algunas de sus respuestas fueron tan buenas que las comparto a continuación:
Grecia Díaz Chagoya: Mi primer acercamiento con el amor habita en las paredes de un museo, en la sala de un cine, en la butaca de un teatro y en la voz de mi madre. Tardé mucho tiempo en entender que existían muchas formas de amar, que no todo viene en el mismo empaque, ese que incluye besos, abrazos y las palabras “te quiero”. En casa el amor siempre se ha demostrado de manera “no convencional”, viene en pláticas muy largas, anécdotas y en transmitir saberes. Cuando era una niña rara vez pasaba tiempo con mamá, siempre estaba muy ocupada y cada vez que la pienso, viene a mí la imagen de ella con un libro, escribiendo o hablando por teléfono. El amor viene en muchas formas. Ojalá y pudiera hablar con mi yo de siete años para que se diera cuenta que todos los días recibe un amor incondicional que la acompaña en todo momento, hasta cuando menos lo espera. Esto es para la niña que se cuestionaba todo, aquella que hacía muchas preguntas y no siempre obtenía las respuestas; esto es para mamá, quien me demostró que el amor se disfruta más cuando no es convencional.
A pesar de no pasar tardes enteras juntas, cada vez que estaba dentro de sus posibilidades mi mamá me llevaba al teatro. Disfrutábamos de las obras y los conciertos, pero lo que más nos gustaba era ver juntas el ballet. Me explicaba cómo era que las bailarinas ejecutaban los movimientos y me contaba la trama para que pudiera entenderla. Muy pronto me enamoré de la música clásica y las historias que se bailaban con estas piezas, allí empezaron las preguntas. Todos mis cuestionamientos danzaban de lo general a lo particular; en muchas ocasiones obtuve las respuestas que buscaba y en muchas otras ninguna me fue dada. El cuestionario terminaba cuando me decía “tendrás que buscarlo”. Nunca le molestó que hojeara entre sus libros y entre las enciclopedias con tal de que encontrara las respuestas, y cuando lo lograba no había ningún sentimiento que pudiera comparársele, es algo entre la satisfacción y la inmensa felicidad, muy parecido a la sensación que da terminar de leer un libro.
Ella es el inicio de mi libro; con lo que me ha mostrado ha insertado en éste las primeras letras, y lo que sé hasta ahora, es que la tinta no ha podido secarse, la tinta se encuentra más fresca que nunca.
En repetidas ocasiones, mi mamá era quién me hacía las preguntas para que yo indagara entre el mar de libros que había en casa o para que escuchara lo que otras personas tenían que decir; pronto descubrí que entre más respuestas llegaban, más preguntas había que responder. De manera simultánea entendí que el mundo –mi mundo- es una pregunta y que tal vez podía darle una respuesta, para lograrlo habría que conocer este cosmos y la puerta más cercana que he encontrado es la ciencia histórica.
Después de conocer grandes relatos, de ver fotografías, danzas, pinturas, esculturas que el ser humano ha construido tan impecablemente, y escuchar cientos de piezas que han movido lo más profundo que se encuentra en mí, me di cuenta que quería conocer el mundo, la Tierra y todo lo que en ella se encuentra. Pero, ¿qué caso tiene salir y ver el mundo si antes no lo he entendido, aunque sea un poco, si no puedo comprender el cómo y el por qué? La historia se convirtió en mi primer acercamiento con lo que hay allá afuera, lo que está lejos de mi delimitación geográfica y de una increíble forma, he entendido que esto es lo que nos conecta con el resto de la gente.
Si quería descubrir el mundo, habría que saber de historia, y no solo la que nos cuenta fechas y nos dice nombres, la que cuenta formas de pensar a través del tiempo. ¡Qué impresión! para descubrir mi mundo debo redescubrir el de alguien más. Nadie podría imaginar lo que un montón de libros y páginas viejas guardan; allí están todos los secretos, las brújulas que nos guían todos los días, ahí están los puntos claves que nos hacen más humanos.
Me he visto plasmada en líneas, fragmentos, párrafos e ideas; esto ha sido mi terapia, mi almohada, el pañuelo que limpia las lágrimas, el saco que recibe todos los golpes, y al final, esto siempre me regresa y no me guarda rencor. Éste se ha convertido mi refugio, en mi lugar favorito. Un lugar en donde las posibilidades son infinitas, donde el límite no existe porque no sabes qué vendrá después de ti.
Durante mucho tiempo creí la idea errónea del éxito, tragué muchas veces la parte fría y cóncava; creí que pensar en uno mismo y para sí mismo era egoísta, que debía crearme (o formarme) para llenar un molde, pero nadie me había obligado a llenarlo, sin embargo, la obligación y el deber estaban ahí, implícitos y sobre mis hombros. Llegué a olvidar a la niña que tenía preguntas que responder; me olvidé de mí misma.
Ahora sé que nunca podré entender al mundo entero, pero soy capaz de entender el mío y saber qué le aflige, qué le apasiona y qué hacer con este bagaje de cuestionamientos que llegan a mí todos los días. No imagino mi mundo sin preguntas, sin la satisfacción que da responderlas, no me imagino sin responderme, y ya no me imagino sin mí otra vez. Posiblemente me pierda un par o un centenar de veces más, pero debo recordar que las pasiones no cambian, únicamente se añaden nuevas.
Me he encontrado en una montaña de sentimientos, he creído mil veces que no sirvo para esto, que he perdido mi tiempo y sin querer, siempre regreso.
Por siempre la Historia me recordará a un amor que no alcancé a comprender hasta mucho tiempo después, ha creado el lazo más fuerte que conozco y no puedo evitar pensar que es el lazo que conecta al resto de nosotros. Recordar nos mantiene vivos. Lo antiguo, lo que ya ha pasado, es lo que se encuentra ligado a la memoria y la memoria, es aquello que nos alimenta el alma. Nadie sería capaz de imaginarse sin la memoria, sin el recuerdo y lo que en nosotros despierta. No sé qué hay más allá, desconozco si mi trayecto podrá ayudar a alguien más, como mis maestros, mi familia y mis amigos lo han hecho conmigo, lo único que sé es que hay que empezar con uno mismo.
“El tipo puede cambiar de todo. De cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar. No puede cambiar de pasión”.
Ana Juárez Hernández: Cuando tenía cinco años jugué a ser Alejandro Magno conquistando la India, o Marco Polo recorriendo los mares; más tarde quería ser Simón Bolívar y andar por América como libertadora, también quise ser el Che Guevara; pero por supuesto, en mi mente había más que actos bélicos; tuve mi faceta de Adolfo Bécquer, de Keats; mis fantasías en que era Modigliani, Georges Bizet, Sor Juana Inés de la Cruz y hasta Leonora Carrington. A mis veintiún años, descubrí que quería ser historiadora. Me di cuenta como lo hacen los investigadores, uniendo las piezas de la memoria – preciado material para el que ejerce el oficio-. Llevaba ya varios años cursando la carrera, formándome y recolectando sagazmente las herramientas que los apasionados maestros ponían a mi alcance, pero en el séptimo semestre se reveló ante mí el mapa completo. ¿Qué hace un historiador?, ¿qué tiene de emocionante ser un detective del pasado?, ¿qué descubrí que lo cambió todo?
Un historiador es una persona que tiene muchas preguntas, preguntas inacabables e inconsumibles sobre el mundo que le rodea. No puede estar quieto, así que parte a donde lo llame la información, va en busca de las fuentes: documentos, testimonios, monumentos, piezas musicales, esculturas, fotografías… Es una suerte de médium, interroga exhaustivamente a cada una. Esto lo logra porque al formarse aprende a cazar las huellas del tiempo. Se prepara también en la investigación, la interpretación ¡y hasta descubre cómo leer los documentos antiguos! Pero no le basta con haber encontrado la información, la hace suya, la interpreta y luego delicadamente -aunque no por ello de manera menos impetuosaescribe letra a letra el discurso que ha de explicarle al mundo el resultado de su feroz búsqueda. Llena cuartilla tras cuartilla relatando su encuentro con gentes de otros tiempos, plasma su interpretación, siempre desde la distancia -porque es consciente de su papel -. El historiador no quiere ser actor en sus historias, quiere mirar, quiere entender, y lo hace, porque las fuentes le aseguran un lugar en la primera fila de los acontecimientos. Así, viaja hasta tierras remotas, recorre los siglos, iluminado con la antorcha de la academia, el oficio le brinda una luz brillante para que desempeñe su tarea. Su tarea es volver cognoscible lo que permanecía en la oscuridad. Darles un nuevo valor a las costumbres y descubrir para el mundo aquello que nos une más que nada: nuestra Historia.
La Historia es una herramienta que dota de sentido a nuestro entorno (incluso a la vida cotidiana), tiene el poder de colocar al individuo en la colectividad, de mostrarnos así que somos parte de un todo que no ha surgido de la nada y que lo que acontece en el tiempo presente también determinará el futuro. La Historia resulta alentadora ante el constante temor a desaparecer sin dejar huella; la investigación y el discurso del historiador no son sólo instrumentos de comprensión, sino también elementos perpetuadores de los actos humanos.
Sin embargo, hoy en lo que pareciera un instante, hemos descuidado a la maestra de la vida. Día a día el Patrimonio, testimonio de la Historia, legado de nuestros antepasados -que llegó a nosotros para ser protegido y enriquecido- está siendo amenazado y destruido, -y con ello nosotros-. Los monumentos son derrumbados sin sentido, los documentos ¡ah, esos papeles viejos!, que no tienen otra cualidad que relatar cosas, son triturados, quemados o arrojados a la calle. Lo que no es visible para el ojo común, es que en esos objetos van las vidas de muchas personas, empleos, pasiones, dolor, historias… ¿Sin fuentes, ¿cómo haremos Historia?, ¿seguiremos haciendo Historia?, ¿hay alguien dispuesto a dar batalla en nombre de la memoria? Y es que, si no, ¿qué será de ti y de mí cuando envueltos en el Alzheimer del tiempo no podamos dar pasos seguros, sin temor a errar el camino o a caer en el abismo de la incertidumbre? ¿Cómo nos vamos a reconocer si nos borramos? Hoy, más que nunca necesitamos abrir los ojos al pasado, abrazar nuestro Patrimonio y protegerlo para que la Historia, y con ella la humanidad puedan seguir incólumes.
Al llegar al séptimo semestre y mirar atrás, descubrí que amaba a la Historia. Cuando has sentido el primer documento antiguo en tus manos enguantadas; cuando te pones el cubrebocas o respiras el aire de los monumentos. Cuando te cobijas en la sombra de los edificios otrora habitados. Al mirar a la mujer tatemar los chiles con su técnica maestra y tortear las de maíz como se lo enseñó su abuela. Cuando las pinceladas arrobadoras de los cuadros llaman a tus ojos o las melodías vuelven tibio tu pecho, cuando se te revela el Patrimonio Cultural, al reconocerte en el mundo: descubres que la Historia es una ventana a tu propia alma, parte de tus latidos. Y en ese momento, al sentirte más completo que nunca y reconciliado al fin con los ancestros: te sorprendes sonriendo ante la certeza de hallarte en el sitio correcto. Esta es mi experiencia, pero tú, ¿te unes a la causa?, ¿estás dispuesto a emprender una travesía? La Historia está ahí esperando…
Gracias a Grecia, Ana y a todos mis alumnos por enseñarme tanto.
Correo: amlogtz@gmail.com
Ambrocio López Gutiérrez
Periodista y Sociólogo.
Columnista en diversos medios electrónicos e impresos.
Redactor en el equipo de Prensa de la UAT.
Profesor de horario libre en la UAM de Ciencias, Educación y Humanidades.
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