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Por el padre y por el hijo

Por: Ambrocio López El Día Martes 02 de Enero del 2018 a las 16:28

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Cuando creía que el sufrimiento había terminado fue despertada en la fría madrugada por su compañero de vida quien le informaba compungido que, su padre, con el que tantas querellas había tenido toda la vida, falleció luego de estar enfermo durante tantos años en los que ella hizo casi todo por reconciliarse. Se despertó, se levantó de la cama, se aseó rápido, se vistió y se dirigió al domicilio paterno para enfrentar la nueva tragedia.

Me enteré de que el papá de Esperanza había muerto porque mi padrino Rafael me envió un mensaje que leí temprano en mi celular. Mientras pensaba como darles la noticia a otros amigos recordé parte del sufrimiento de esa mujer que nació en la Ciudad de México pero que se gana la vida vendiendo comida rápida mexicana en los tianguis que se establecen por distintos rumbos de Ciudad Victoria.

De sus propios labios escuché que se había desarrollado su infancia en el viejo Distrito Federal, dentro de una familia en la que la violencia era el pan de cada día, además, creció entre varones porque era la mayor y sabía que una de las frustraciones de su padre es que, por ser niña, no tendría la fuerza o la destreza para ayudarle en sus faenas de venta de carne. Ella se empeñó en aprender y con el tiempo supo cómo seleccionar animales para el sacrificio, preparar los cortes y hasta a matar marranos aprovechando todo para comercializarlos. Se hizo machetona como ella misma se define.

Cuenta que siendo casi niña se escapó de su casa, porque no aguantaba las presiones y los golpes, encontrando “refugio” en los talleres del transporte urbano donde se relacionó con choferes a quienes ayudaba a cambio de propinas. Los acompañaba en las distintas rutas conociendo la megalópolis, aprendía a ganarse la vida, pero también se divertía, la mayoría de las veces en forma sana pero luego le dio por beber alcohol; su drama se profundizó cuando conoció la fatídica hierba pues consumir mariguana se volvió un hábito que le ha acompañado siempre en las buenas, pero principalmente en las malas.

-La vida me hizo bien cabrona; yo me agarraba a madrazos con muchachos de mi edad y hasta más grandes porque, cuando andaba con los micros había gente que se pasaba de lanza y no quería pagar el pasaje; como yo era la ayudante, me tocaba obligarlos a cumplir o bajarlos de la unidad; la mayoría entendía cuando yo los comenzaba a insultar, pero a otros había que darles unos chingadazos para que entendieran bien la instrucción-. Los recuerdos de Esperanza se amontonan cuando cuenta su historia y sus ojos brillan de la emoción o por el llanto que quiere salir, pero ella trata de contener.

LA NIÑA CRECIÓ Y sus tiempos en los microbuses de la CDMX tuvieron que acabarse. Entonces buscó otras ocupaciones en negocios de comida, en casas, esporádicamente con familiares, pero llegó el momento de enfrentarse a algo fundamental para los seres humanos: el amor. Conoció al objeto de su deseo en un restaurante de cierta categoría donde se contrató como ayudante de mesera; ahí usaba uniforme, le pagaban casi bien y conoció momentos de casi felicidad, sobre todo cuando el hombre que le movía el piso se dio cuenta de sus intenciones y pasó lo que tenía que pasar cuando un hombre y una mujer creen que los sentimientos y las emociones tienen que ser horizontales.

El noviazgo iba viento en popa; Esperanza andaba en la nube rosa con su idilio porque iban al cine, a Chapultepec, al zócalo y hasta algunas fiestas con sus compañeros de trabajo; -pero todo era muy bonito para ser verdad y las cosas se enredaron cuando él propuso que, para ganarme unos pesos extras, me podía conseguir encuentros privados ocasionales con los clientes del restaurante porque yo era joven y podemos decir que hasta estaba buena-.

Esperanza es sumamente autocrítica y reconoce sus errores diciendo: -muchas cosas que me pasaron es porque era muy pendeja, pero eso sí, nunca quise acostarme con cualquier cabrón por dinero; tal vez esa sea la razón por la que aquel hombre me abandonó, pero tuvimos familia; mis hijos han crecido conmigo, les he dado lo que he podido, aunque creo que no ha sido suficiente-.

Cansada de pasar pobrezas y sufrimientos en la CDMX, Esperanza vino a parar con sus huesos a Victoria donde, pasado el tiempo, tuvo más familia, sin embargo, la fuga geográfica fue poco eficaz porque sus actitudes, su resentimiento, su pesimismo y su afición ya arraigada a las drogas la hicieron tocar fondo en tierras tamaulipecas donde tuvo que enterrar a uno de sus hijos, víctima de la violencia y el consumo desmedido de estimulantes en la frontera.

ELLA SE CULPABA con frecuencia por el fallecimiento de su hijo en plena juventud y no había nada que la consolara. Sus amigos le daban consejos acerca de que los hijos son un tesoro, pero no nos pertenecen, que crecen, hacen su vida, toman sus decisiones y tienen que vivir experiencias que a veces acaban mal, pero ella seguía en la desesperación y en la búsqueda de alivio a su creciente dolor.

-Escúchame mujer, pon atención; te ordeno en el nombre de Dios que ya te perdones, ya deja de sufrir; la misericordia de nuestro Señor es infinita; dudar de su capacidad para perdonar es dudar de su existencia; deja descansar en paz a tu hijo y descansa tú también para que puedas reorganizar tu vida y atender mejor al resto de tu familia-. Ante las palabras de Obispo Antonio, Esperanza tuvo una breve epifanía y al final de aquel mensaje habló con el líder religioso y comenzó algo muy parecido a un proceso de conversión porque desde entonces dejó de consumir definitivamente la fatídica hierba y procuró reconciliarse con su padre.

En el ojo del huracán de las adicciones conoció a Leopoldo, su actual compañero que se ha convertido en ángel de la guarda, paño de lágrimas, cómplice de las cosas buenas, muro de sus lamentos y factor de equilibrio a pesar de que él tiene su propia historia (quizá algún día la cuente también). Esperanza y su compañero luchan todos los días por su libertad (quieren estar libres de alcohol, drogas, malas actitudes y de malos pensamientos).

El 31 de diciembre murió su papá y Esperanza sintió que el mundo se le venía de nuevo encima, recordó la muerte de su hijo, de las amistades caídas por la violencia imperante, sin embargo, enfrentó el inmenso dolor con estoicismo y prometió que no tomaría ni un solo trago de alcohol, ni siquiera un churro porque se ha convencido de que sólo ella puede ser responsable de su recuperación. Se acabaron las tardes y noches en los rincones aledaños a la estación del ferrocarril; les dijo adiós a las emociones fuertes; trata de mantener una relación serena con sus consanguíneos y cuida su idilio con Leopoldo quien, por el día de hoy, es el hombre de su vida.

Correo: amlogtz@gmail.com

 

Ambrocio López Gutiérrez

Periodista y Sociólogo.
Columnista en diversos medios  electrónicos e impresos.
Redactor en el equipo de Prensa de la UAT.
Profesor de horario libre en la UAM de  Ciencias, Educación y Humanidades.

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