Hasta el límite del pudor
La última decisión que tomé tal vez no fue la correcta, de todos modos tenía que hacerlo, mi necesidad sexual de jovenzuelo rebasaba los límites de puritanismo. Durante los últimos meses había estado frecuentando el cine donde pasaban películas pornográficas en pantalla gigante, sin embargo, las escenas ni los protagonistas saciaban mi ansiedad ni mi curiosidad, todo por el contrario me provocaban nauseas.
En principio de cuentas era una excitación el sólo hecho de pensar que vería una película porno, me llegué a preguntar si acaso podía en el cine encontrarme a una chica, enseguida comenzaba a imaginar todo lo que le diría para poder llevármela a la cama. En todas esas ocasiones nunca pude ver a ninguna de ellas, y quienes se me acercaban eran hombres con intenciones sexuales. Dejé de frecuentar esos lugares para ir en busca de diversión en vivo, en la zona de tolerancia.
Como el perro que anda muy cerca de la carnicería, así anduve algunos días echándole miradas lujuriosas a las chicas del tacón dorado, tras decepcionarme por no encontrar lo que buscaba llegué al grado de reflexionar si acaso no era preferible continuar asistiendo al cine a ver películas pornográficas. Mis deseos sexuales eran incontrolables, no había un solo día en que mi mente dejara de crear imágenes de mujeres desnudas, poniéndolas en diferentes posiciones.
Cada vez que estaba a punto de pagarle a una chica por su servicio, pensaba en el SIDA o en la gonorrea. Un camarada me contó lo que le sucedió en una de esas “tuve que sacármelo y mostrárselo a la Doctora, con pena y todo le dije que había estado con una prostituta; ¡vieras como me dolía aquello!” El miedo a enfermarme era lo que me detenía en el último momento de mi decisión.
“Muchas gracias, disculpa”, les decía. Eran momentos en que experimentaba emociones extremas, mi cuerpo vibraba, el corazón latía con fuerza, las manos transpiraban, mi mente, ¡uy mi mente!, ¡qué manera tan intensa de pensar en mujeres! En cierto momento murmuré: “puedo hacerlo sin hacerlo”.
Me puse contento al llegar a esa conclusión, porque si bien era cierto que ellas cobraban por el servicio, nunca les había preguntado por el costo de su tiempo únicamente por las caricias. A parte, no deseaba hacerlo con una persona que no fuera de mi gusto, por eso esperé y busqué en otros lugares para dar con la persona adecuada.
El sólo hecho de haber descubierto una sencilla solución a mi problema, provocó que mis emociones y deseos sexuales disminuyeran o más bien, los controlara, pues estaba seguro que lo iba a ser tarde o temprano, entonces ¿por qué la prisa? En aquel tiempo mi edad no rebasaba los veinticinco años, era la edad de la experimentación, tomaba cerveza casi todos los días, por lo general cuando salía de mi trabajo.
Había conseguido un empleo como gerente de un Club de Golf, trabajo que me había permitido conocer gente nueva, de negocios, empresarios, deportistas, aparte, me daba la oportunidad de ver la naturaleza más de cerca desde el campo de Golf, mi vista se recreaba con el pasto perfectamente bien cortado, los árboles perfilados uno junto al otro, la imagen que traigo a mi mente es de color verde, todo verde.
Por las mañanas, muy temprano, solía hacer un recorrido en el carrito de Golf, me agradaba oler a humedad, a hierba, a naturaleza, sobre todo me gustaba sentir ese frío que se experimenta con tanto oxígeno en una zona cubierta de árboles, donde algunas aves cantan sin cesar.
Contemplar la belleza de la naturaleza me educaba de alguna manera, de ahí mi exigencia de querer tener sexo con una mujer que me gustara, que tuviera algo de atractivo para poder tener un sexo placentero, posteriormente descubrí que el placer dependía de la cantidad de dinero por el tiempo invertido en el servicio.
No tenía en mente el casamiento, aquello de “hasta que la muerte los separe”, era de pensarse, de acuerdo a la tradición familiar eso era lo que en teoría debería de hacerse, pero yo no pensaba ni en casarme ni en la muerte. Tan sólo deseaba una mujer para satisfacer mis deseos sexuales, a quien buscara siempre por ese motivo.
Para mi suerte la llegué a encontrar, era una mujer joven, tendría la misma edad que yo, era morenita, delgada, de ojos negros y de mirada expresiva. “¿Cuánto cobras?”, le pregunté sin titubear, luego recordé algo “se me olvidó comprar un condón”. “Aquí traigo yo -dijo ella- para nuestra seguridad”. La única experiencia que tuve con esa chica fue suficiente como para recrearme al ver su espalda, oler su cabello, llenarme de olor a sexo el cual duraría imaginariamente en mi mente durante buen tiempo.
Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista
Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.
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