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Los perros

Por: Ricardo Hernández El Día Miercoles 13 de Septiembre del 2017 a las 09:37

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En ausencia del maestro, el más perro de los cinco había alborotado a todo el grupo. Al final de la pelea caminó de prisa hacia la puerta principal sobándose el brazo derecho,  se detuvo en el quicio y volteó a verme ¡Ven! –gritó ante un auditorio que aullaba. Una especie de ansiedad en sus manos lo delataba, abría y cerraba el puño, respiraba como un animal.

Remigio no era corpulento, sino más bien se veía hinchado de cuerpo y sus brazos aunque gruesos, eran relleno de grasa combinada de alcohol, su fuerza no estaba en lo físico como el Sansón con la cabellera, sino en su lengua cual serpiente bíblica.  Él y los cuatro perros eran algo así como una pandilla dentro del salón de clase, y cada vez que había oportunidad peleaban a las vencidas, eso me excitaba mucho.

De niño yo jugaba con mi padre y siempre le ganaba, eso es lo que él me hizo creer. Las peleas me estimulaban, gritaba dentro de mí la expresión ¡perro!, ¡perro!, ¡perro! Luego lo cambié por ¡cuatro!, ¡cuatro!, ¡cuatro!

¿Qué le iba a decir ahora a mi hermano?

“Carnal fíjate que saqué un asqueroso cuatro de calificación en la materia de Física química, espero puedas comprender que a veces es imposible sacar un diez”. Y mi hermano “no te preocupes carnal, con que le eches ganas es suficiente”. Arrugué la hoja del examen y lo hice bolita ¡zas!, cayó afuera del cesto de basura. Algunos de mis compañeros gritaban en coro ¡Re-mi-gio, Re-mi-gio!, otros decían ¡Ce-pi-llo!, ¡Ce-pi-llo! Alcancé a escuchar que alguien preguntó “¿qué están apostando?, la otra voz respondió “Una botella”.

El examen todos lo habíamos reprobado con cuatros, tres, dos, unos y ceros. El maestro era más admirado y respetado por sus reprobadotas que por su filología,  en su materia no había un cerebrito que la entendiese, ni en el salón ni en ninguna otra parte de la escuela. Cuando hacía acto de presencia los perros dejaban de ladrar, cuando él se iba los ladridos nos aturdían.

¿Vas a venir o no? –gritó Remigio. Su pregunta la interpreté más como un “vienes o voy por ti”. Los cuatro perros lo esperaban afuera del salón. Desde cuando tenía ganas de volverme a sentir un perro y probar mis fuerzas con el Cepillo, con la Chancla, con Ibáñez, o con el Zurdo, pero más allá de ver pelear a las perritas a las vencidas, me temblaban las manos por pelear con los puños, pelear en serio como los bulterrier, me sentía preparado para ello, lo único que me detenía era lo que le había prometido a mi hermano “Carnal te prometo la medalla al mejor estudiante”.

No podía comprender la materia de Física, no me entraban los números, ni las ecuaciones, por eso con mucho tiempo había elegido el bachillerato de Humanidades, pero que mala onda era estar batallando con esa ridícula materia que poco faltaba para volverme loco.  

Sólo yo sabía que deseaba ser un perro como ellos, trenzarme como animal abajo del río, pelearme entre las rocas, y rodar, rodar hasta llegar a desenredarnos en el charco de agua, porque de río sólo quedaba el puro olor a humedad. Había visto pelear a la Chancla con uno que le apodaban el Diablo, justo ahí en el río “¡ya apártenlos!, ¡se van a matar!, el Diablo trae sangre en la cabeza” Uno de los perros más bravos entró al salón y fue por mí. ¡Suéltame Cepillo! –Grité- ¡Vamos!

Ricardo Hernández Hernández
Poeta y columnista

Colaborador del portal:” Hoy Tamaulipas” hasta la fecha.
Actualmente estoy cursando un “Diplomado en Creación literaria” en la Biblioteca del Centro Cultural Tamaulipas, con el maestro José Luis Velarde.

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